miércoles, 30 de octubre de 2013

DON JUAN TENORIO

Don Juan Tenorio es uno de los personajes más famosos del teatro español. Esta obra teatral se representa según la tradición en el día de los Difuntos, coincidiendo con la festividad de Todos los Santos. Fue escrita por José Zorrilla, gran dramaturgo nacido en Valladolid en 1817. Se inspiró para su creación en “El burlador de Sevilla y convidado de piedra” de Tirso de Molina. 
Una de las escenas más famosas y conocidas de esta obra de la literatura es la escena del cementerio y de las apariciones, en la que seguramente se consideró que sería el pretexto adecuado para programar esta obra coincidiendo con la Festividad de Todos los Santos y la de los Fieles Difuntos. En esta escena, las estatuas del cementerio cobran vida y las sombras hablan, creando un ambiente tenebroso y de misterio.

La obra narra las peripecias de don Juan Tenorio, un joven caballero entregado a una vida desenfrenada de apuestas, amoríos y duelos. El comienzo de la trama consiste en una apuesta entre él y otro joven, Don Luis Mejía, para ver quién, en un año, hace más maldad con más fortuna. Esto a su vez desencadena otra apuesta, que consiste en que don Juan consiga seducir a una joven novicia (aspirante a monja), doña Inés (aquí se desarrolla la célebre escena del sofá), y a la prometida del otro joven. Don Juan con habilidad va consiguiendo todo lo que se propone, pero cada vez su alma se va perdiendo más y más. Al final de la obra debe de enfrentarse a sus fantasmas y solo el amor que por él siente la joven Inés es capaz de salvarle de permanecer eternamente en el infierno.

Esta obra teatral es un drama romántico realizado en dos partes:
  • La primera parte se divide en cuatro actos y transcurre en una sola noche:
Acto I: "Libertinaje y escándalo".
Acto II: "Destreza".
Acto III: "Profanación".
Acto IV: "El Diablo a las puertas del Cielo".
  • La segunda parte se divide en tres actos. Transcurre también en una sola noche, pero 5 años después de los sucesos de la primera parte:

Acto I: “La sombra de Doña Inés”, con seis escenas, se desarrolla principalmente en un panteón y en el cementerio.

Acto II: “La estatua de Don Gonzalo”, con cinco escenas, se desarrolla principalmente en la casa de Don Juan.

Acto III: “Misericordia de Dios, y Apoteosis del Amor”, con cuatro escenas, incluyendo la última escena que sólo tiene un dialogo recitado por Don Juan en el cementerio con el que termina la obra.


http://blog.anayainfantilyjuvenil.es/wp1/?p=2672La editorial Anaya tiene publicada una adaptación de esta obra clásica, en su colección Clásicos a medida a partir de 14 años. Además existe una guía de lectura de descarga gratuita en la que, capítulo a capítulo, se ofrece la posibilidad de analizar la obra desde diferentes puntos de vista a través de las actividades.

Os dejo algunos de los versos más conocidos de esta fantástica obra para que disfrutéis recitándolos:
"¿No es cierto, ángel de amor,
que en esta apartada orilla 
más pura la luna brilla
y se respira mejor?
Esta aura que vaga llena
de los sencillos olores
de las campesinas flores
que brota esa orilla amena;
esa agua limpia y serena
que atraviesa sin temor
la barca del pescador
que espera cantando al día,
¿no es cierto, paloma mía,
que están respirando amor?"

"A quien quise provoqué,
con quien quiso me batí,
y nunca consideré
que pudo matarme a mí
aquel a quien yo maté".

sábado, 26 de octubre de 2013

EL PRÍNCIPE FELIZ

Estos días hemos leído en clase el cuento de Oscar Wilde "El príncipe feliz". De esta historia mis alumn@s han aprendido el valor de la solidaridad y la amistad, así como también la importancia de compartir con l@s más desfavorecid@s.
Aquí os dejo el cuento para que lo leáis y también una presentación sobre el mismo. 

                                              
     Fuente: "Slideshare".



Dominando la ciudad, sobre una alta columna, descansaba la estatua del Príncipe Feliz. Cubierta por una capa de oro magnífico, tenía por ojos dos zafiros claros y brillantes, y un gran rubí centelleaba en el puño de su espada. 
Era admirado por todos: "Es tan hermoso como el gallo de una veleta", -afirmaba uno de los dos concejales de la ciudad que deseaba ganar fama como conocedor de las bellas artes- "nada más que no resulta tan útil"- añadía, temiendo que las gentes pudieran juzgarle impráctico; cosa que en realidad no era. 
-"¿Por qué no puedes ser como el Príncipe Feliz?" -decía una madre razonable a su pequeño que lloraba por alcanzar la luna- "Al Príncipe Feliz nunca se le ocurre llorar por nada". 
-"Me alegra que haya alguien en el mundo que sea tan feliz", -mascullaba un pobre hombre frustrado, contemplando la estatua maravillosa. 
-"Es igual que un Ángel" -comentaban los niños del coro de la catedral cuando salían de ella con sus esclavinas rojas y sus roquetes blancos y almidonados. 
-"¿Cómo lo sabéis?" -replicaba el maestro de matemáticas-, "¿si nunca habéis visto uno?" 
-"¡Ah, porque los hemos visto en sueños!" -contestaban los muchachos; y el maestro de matemáticas fruncía el ceño y tomaba una actitud muy seria porque no le gustaba que los niños soñasen. 
Una noche voló sobre la ciudad una golondrina. Sus compañeras ya habían partido hacia Egipto seis semanas antes, pero ella se retrasó porque estaba enamorada de un bellísimo junco. Lo había conocido al principio de la primavera cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y se sintió atraída de tal manera por su tallo esbelto, que se detuvo para hablarle.
-¿Aceptas mi amor? -le preguntó la golondrina que nunca se andaba con rodeos; y el junco hizo una ceremoniosa inclinación. Entonces la golondrina voló haciendo grandes círculos a su alrededor, rozaba la superficie de las aguas con las puntas de sus alas, dejando brillantes estelas de plata. Ésa era su manera de cortejar; y así transcurrió todo el verano.
-"Son unas relaciones tontas" -gorjeaban las otras golondrinas-. "El es pobre y tiene demasiados parientes". -Y verdaderamente, el río estaba lleno de juncos. Entonces, al llegar el otoño, todas las golondrinas alzaron el vuelo. 
Cuando ya se habían alejado, la golondrina se sintió sola, y comenzó a cansarse de su amado junco. "No tiene conversación" -se decía-. "Además creo que es casquivano, porque constantemente coquetea con la brisa".- Y era verdad, en cuanto la brisa comenzaba, el junco hacía las reverencias más graciosas. "Además tengo que reconocer que es demasiado casero" -continuaba- "y a mí me gusta viajar, y a mi compañero, por tanto, deberá gustarle viajar conmigo." 
-"Te vendrías conmigo" -le preguntó al fin, pero el junco. sacudió la cabeza,... ¡se sentía tan ligado a su hogar! 
"¡Te has estado burlando de mí!" –gritó la golondrina-. "Me marcho a las Pirámides, ¡adiós!" -y echó a volar. 
Voló durante todo el día, y ya de noche llegó a la ciudad. -"Dónde me alojaré" -se preguntó-. "Espero que la ciudad haya preparado algún lugar para mí." 
Entonces divisó la gran columna, -"Me cobijaré allá" -gorjeó-. "Es un magnífico lugar con bastante aire fresco." -Y así, se detuvo justamente entre los dos pies del Príncipe Feliz. 
-"Tengo una habitación dorada" -se dijo quedamente después de mirar en torno suyo y preparándose a dormir; pero en el momento en que iba a poner la cabeza bajo el ala, una gran gota de agua le cayó encima-. 
"¡Qué raro!"-exclamó- "no hay una sola nube en el cielo, las estrellas se ven claras y brillantes, y sin embargo está lloviendo. El clima en el norte de Europa es verdaderamente terrible. Al junco le gustaba la lluvia, pero eso no era más que puro egoísmo."
Entonces le cayó otra gota. -"De qué me sirve una estatua, si no me protege de la lluvia" -dijo la golondrina-. "Voy a buscar el copete de una chimenea", y ya iba a emprender el vuelo pero antes de que hubiese desplegado las alas, le cayó encima una tercera gota. 
Entonces miró hacia arriba y vio... ¡Ah!, ¿qué es lo que vio? 
Los ojos del príncipe estaban bañados en lágrimas, y las lágrimas corrían por sus mejillas doradas. Su cara era tan hermosa bajo la luz de la luna que la pequeña golondrina se sintió llena de lástima. -'¿Quién eres?" -le preguntó. -"Soy el Príncipe Feliz". 
-"Entonces; ¿por qué lloras?" -dijo la golondrina-, "me has empapado." 
-"Cuando estaba vivo, y tenía un corazón humano" -contestó la estatua-, "no sabía lo que eran las lágrimas, porque vivía en el Palacio de Sans-Souci, donde a la tristeza no se le permite entrar. Durante el día jugaba con mis amigos en el jardín, y en la noche yo dirigía las danzas en el Gran Salón.
"Alrededor del jardín se alzaba una tapia altísima, pero nunca me preocupé por preguntar lo que se encontraba tras ella; todo lo que me rodeaba era tan bello. Mis cortesanos me llamaban El Príncipe Feliz, y en realidad lo era, si es que el placer es la felicidad. Así viví, y así morí. Y ahora que estoy muerto me han colocado a tal altura, que puedo ver toda la fealdad y toda la miseria de mi ciudad, y aunque mi corazón ahora es de plomo, no me queda más remedio que llorar." 
-"Pues qué, ¿no está hecho de oro macizo?" -se dijo para sí la golondrina, pues era muy cortés para hacer observaciones en voz alta. 
-"Allá lejos" -continuó la estatua en voz baja y melódica-, "allá lejos, en una callejuela, hay una casa muy pobre. Una de las ventanas permanece abierta, y por ella puedo ver una mujer sentada ante una mesa. Su cara se ve demacrada y triste, tiene manos toscas y enrojecidas, y las yemas de sus dedos picadas por la aguja, porque es costurera. Está bordando pasionarias en un vestido de seda que deberá lucir la más encantadora de las damas de honor de la reina, en el próximo gran baile de la Corte. Sobre una cama, en un rincón del mismo cuarto, yace su pequeño hijo enfermo, con fiebre, y pide naranjas. Su madre no tiene nada para darle, más que el agua del río; y por eso el pequeño llora. Golondrina, golondrina, golondrinita, ¿no quisieras llevarle el rubí del puño de mi espada? Mis pies están sujetos a este pedestal, y no puedo moverme.
-"Me están esperando en Egipto" -contestó la golondrina-. Mis compañeras ya vuelan de aquí para allá sobre el Nilo, y hablan con los grandes lotos. Pronto se recogerán a dormir en la tumba del Gran Rey. 
El Rey está allí mismo dentro de su sarcófago pintado. Envuelto en bandas de lino amarillo y embalsamado con especies. Tiene puesto un collar de jades verde pálido, alrededor del cuello, y sus manos son como hojas marchitas." 
-"Golondrina, golondrina, golondrinita" -dijo el príncipe- "¿No podrías quedarte conmigo una noche más, y ser mi mensajera?-¡El niño tiene tanta sed, y su madre está tan triste!" 
-"No creo que me gusten los niños" -contestó la golondrina-. "El año pasado cuando estaba en el río, andaban por allí dos muchachos groseros, hijos del molinero, y que siempre me tiraban piedras. Nunca llegaron a alcanzarme, por supuesto; nosotras las golondrinas volamos demasiado bien, y además yo procedo de una familia famosa por su agilidad; pero aun así, eso no dejaba de demostrar una gran falta de respeto".
Pero El Príncipe Feliz se veía tan triste, que la pequeña golondrina se sintió compadecida. 
-"Aquí hace mucho frío" -dijo al fin- "pero me quedaré contigo por una noche y seré tu mensajera."  
-"Gracias golondrinita" -contestó el Príncipe.
Entonces la golondrina arrancó el gran rubí del puño de la espada del Príncipe, y llevándolo en el pico, voló sobre los techos de la ciudad.

Pasó sobre la torre de la catedral, donde estaban esculpidos unos ángeles en mármol blanco. Cruzó cerca del palacio y oyó la música del baile. Una preciosa joven se asomó al balcón junto a su novio. 
-"¡Qué maravillosas son las estrellas!" -dijo él a la muchacha- ¡y también qué asombroso el poder del amor!" 
-"Espero que mi vestido esté terminado a tiempo para el baile oficial" -respondió ella-. "He mandado bordar en él, pasionarias; pero las costureras son tan perezosas..." 
La golondrina pasó por encima del río, y vio la luz de los fanales colgados en los mástiles de los barcos. Voló sobre el Ghetto, y vio a los viejos judíos, negociando entre sí, y pesando el dinero en balanzas de cobre. Por fin llegó a la pobre vivienda, y miró dentro. El niño se agitaba febrilmente en su camastro, y la madre se había dormido... ¡estaba tan cansada! ... Se deslizó rauda en la habitación, y depositó el gran rubí sobre la mesa, junto al dedal de la costurera. Entonces, graciosamente, revoloteó alrededor de la cama, abanicando con sus alas la frente del niño. 
-"¡Qué fresco siento!" -exclamó el niño- "debo estar mejorando", y se sumergió en un sueño delicioso. 
Entonces la golondrina regresó volando hacia el Príncipe Feliz, y le narró lo que había hecho. "Es curioso, comentó, pero ahora me siento con bastante calor, a pesar de estar haciendo tanto frío." 
-"Es porque has realizado una buena acción" -dijo el Príncipe. La golondrinita comenzó a reflexionar, y se quedó dormida. El pensar siempre le daba sueño. Cuando empezaba a amanecer bajó volando al río y se bañó. -'¡Qué fenómeno más notable!" -dijo el profesor de ornitología, al pasar por el puente- "¡Una golondrina en invierno!" 
Y escribió sobre este asunto una larga carta al periódico local. Todos la citaban y hablaron de ella, ¡estaba llena de tantas palabras que no alcanzaban a entender! ... 
-"Esta noche parto para Egipto" -dijo la golondrina, sintiéndose entusiasmada con esta perspectiva. 
Visitó todos los monumentos públicos, y estuvo descansando largo rato en la cúspide del campanario. Donde quiera que fuese, los gorriones gorjeaban y se decían unos a otros: 
-"Que forastera tan distinguida". 
Y se sentía muy contenta y halagada al oírlo. 
Cuando salió la luna, voló de regreso al Príncipe Feliz. 
-"¿No tienes ningún encargo para Egipto?" -le gritó-. "Ya me voy" 
-"Golondrina, golondrina, golondrinita" -contestó el Príncipe-. "¿No podrías quedarte conmigo una noche más?" 
-"Me esperan en Egipto" -fue la respuesta-. "Mañana mis compañeras volarán a la segunda catarata. Allí el hipopótamo descansa -sobre los juncos y el dios Memnón reposa sobre su gran trono de granito, vigilando las estrellas durante toda la noche, y cuando surge brillante la estrella matutina, lanza un gran grito de alegría, y vuelve a quedar silencioso. A medio día los leones amarillos se acercan a las orillas para beber. Tienen ojos como aguamarinas verdes, y su rugido domina al de las cataratas." 
-"Golondrina, golondrina, golondrinita" -dijo el Príncipe-. "Lejos, más allá de la ciudad,
veo a un joven en una buhardilla. Está inclinado sobre su mesa llena de papeles, y enfrente tiene un vaso con un ramito de violetas marchitas. Su cabello es castaño y rizado, sus labios rojos como granos de granada; y los ojos son hermosos y soñadores. Está tratando de concluir una obra para el director del teatro; pero tiene un frío tan terrible que ya no puede escribir más. No hay fuego en la habitación, y el hambre ha hecho que se desmaye." 
-"Esperaré una noche más y me quedaré contigo" -contestó la golondrina, que en verdad tenía muy buen corazón-. "¿Le llevaré otro rubí?" -"¡Ay, ya no tengo rubí!" -dijo el Príncipe-. "Mis ojos son todo lo que me queda. Están hechos con zafiros rarísimos, que fueron traídos de la India, hace mil años. Sácame uno, y llévaselo a él. Lo venderá a un joyero, y comprará leña, y podrá terminar su obra.
-"Querido Príncipe" -replicó la golondrina- "no puedo hacer eso" -y comenzó a llorar.
-"Golondrina, golondrina, golondrinita" -insistió el Príncipe-. "Haz lo que te ordeno".
Así pues, la golondrina le sacó un ojo al Príncipe, y voló llevándolo hasta la buhardilla del estudiante. Fue fácil entrar, pues había un agujero en el techo. Penetró por él como una flecha, a la habitación.
El joven tenía la cabeza hundida entre las manos. No pudo percatarse del aleteo del pájaro, y cuando levantó la cabeza, descubrió el hermoso zafiro descansando sobre las violetas marchitas.

-"Empiezo a ser apreciado" -exclamó-. "Esto debe venir de algún gran admirador. Ahora puedo terminar mi obra"-. Estaba verdaderamente dichoso. 
Al día siguiente la golondrina voló hacia el puerto. Se detuvo en el mástil de un gran barco, mirando a los marineros que sacaban grandes cajas de la cala, tirando de gruesas cuerdas. 
-"¡Arriba, iza!" -gritaban según salía cada caja. 
-"¡Yo voy para Egipto!" -gritó la golondrina; pero nadie le hizo caso; y cuando se levantó la luna, regresó de nuevo al Príncipe Feliz, volando. 
-"He vuelto para despedirme de ti, para decirte adiós. 
-"Golondrina, golondrina, golondrinita" -contestó el Príncipe-. "¿No te quedarías una noche más conmigo?" 
-"Ya es invierno" -dijo la golondrina- "y la helada nieve pronto llegará. En Egipto el sol es caliente sobre las palmeras verdes, y los cocodrilos descansan en el lodazal y miran perezosos a su alrededor. Mis compañeras están construyendo sus nidos en el templo de Baalbec, y las palomas blancas y rosadas las vigilan, arrullándose entre sí. Querido Príncipe, tengo que abandonarte, pero nunca te podré olvidar, y en la próxima primavera, te traeré dos magníficas piedras preciosas, en lugar de las que has regalado. El rubí será más rojo que una rosa, y el zafiro será tan azul como el ancho mar". 
-"Allá abajo, en la plaza" -siguió diciendo el Príncipe Feliz- "está en pie una niña vendedora de cerillos. Se le han caído todos los cerillos al arroyo, y ya no sirven. Su padre la maltratará, le pegará, si no trae algo de dinero a la casa, y por eso llora. No tiene ni zapatos ni medias, y su cabeza está descubierta. Sácame el otro ojo, dáselo, y su padre no le pegará". 
-"Me quedaré una noche más contigo" -respondió la golondrina-, "pero no puedo sacarte el otro ojo. Te quedarás completamente ciego". 
-"Golondrina, golondrina, golondrinita" -dijo el Príncipe-. "Haz lo que te mando." 
Así las cosas, le sacó el otro ojo, y lo llevó consigo, descendiendo y pasando junto a la pequeña vendedora de cerillos, le deslizó la gema en la palma de la mano. 
- "Qué precioso vidrio" -gritó la niña-. Y corrió riendo hacia su casa. 
Entonces la golondrina volvió al Príncipe.
-"Ahora estás ciego" -dijo-. "Así es que me quedaré para siempre contigo." 
-"No, golondrinita" -replicó el pobre Príncipe-. "Debes irte a Egipto." 
-"Me quedaré para siempre a tu lado" -dijo la golondrina. Y se durmió a los pies del Príncipe. 
Todo el día siguiente lo pasó sobre el hombro del Príncipe, y le contó muchas cosas de todo lo que había visto en países extraños. Le habló de los ibis rojos, que permanecen inmóviles en largas hileras a orillas del Nilo, y pescan peces dorados, con sus largos picos. De la Esfinge, que es tan antigua como el mundo, que vive en el desierto, y todo lo sabe. De los mercaderes, que caminan despacio al lado de sus camellos, y van pasando las cuentas de ámbar de los rosarios entre sus dedos. Le hizo relatos del rey de las montañas de la luna, que es tan negro como el ébano y que adora un gran bloque de cristal. También le describió la enorme serpiente verde que duerme enroscada en una palmera, y tiene veinte sacerdotes que la alimentan con pastelillos de miel. Y también le dijo de los pigmeos que navegan por un gran lago, sobre anchísimas hojas planas, y que siempre está en guerra con las mariposas.
-"Querida golondrinita" -dijo el Príncipe- "me cuentas cosas maravillosas, pero más maravilloso que todo eso, es el sufrimiento de hombres y mujeres. No existe misterio más grande que el de la miseria. Vuela sobre mi ciudad, golondrinita, y dime lo que ves en ella". 
Entonces la golondrina voló sobre la gran ciudad; y pudo ver a los ricos holgar dichosos en sus hermosas mansiones, mientras los mendigos se sentaban a sus puertas. Voló a través de barriadas sombrías, y contempló las caras lívidas de niños hambrientos mirando inmóviles hacia las calles en tinieblas. Bajo uno de los arcos de un puente, dos pequeños dormían abrazados tratando de calentarse uno al otro. 
-"Tenemos mucha hambre" -decían. 
-"¡Aquí no se puede estar tumbado!" -gritó el vigilante. 
Y se alejaron bajo la lluvia. Entonces regresó al Príncipe volando, y le dijo todo lo que había visto. 
-"Estoy cubierto de oro fino -dijo el Príncipe- me lo debes quitar, hoja por hoja, y darlo a mis pobres; los hombres creen siempre que el oro puede hacerlos felices. 
Hoja tras hoja de oro fino arrancó la golondrina, hasta que el Príncipe Feliz se quedó gris y deslucido. Hoja tras hoja de oro fino llevó la golondrina a los pobres, y las caras de los niños se fueron tornando rosadas, y reían y jugaban en las calles, y exclamaban alegremente: "¡Ahora tenemos pan!" 
Y entonces llegó la nieve, y después de la nieve vino la helada. Las calles parecían cubiertas de plata, ¡eran tan brillantes y pulidas!...; grandes témpanos como dagas de cristal colgaban de los aleros de las casas, toda la gente iba envuelta en pieles, y los niños llevaban gorros rojos y patinaban sobre el hielo.
La pobre golondrinita tenía frío, cada vez más frío, pero no quería abandonar al Príncipe; ¡era muy grande su amor por él! Picoteaba las migajas en la puerta de la panadería, cuando su dueño no se daba cuenta y trataba de calentarse, batiendo sus alas.
Pero al fin comprendió que iba a morir. Tuvo suficientes fuerzas para volar de nuevo hasta el hombro del Príncipe. 
-"Adiós, querido Príncipe" -murmuró-. "¿Me permites besar tu mano?" 
-"Me alegra que puedas por fin regresar a Egipto, golondrinita" -contestó el Príncipe-. "Ya has estado demasiado tiempo aquí; pero tienes que besarme en los labios, porque te amo." 
-"No es a Egipto a donde voy" -dijo la golondrina-. "Voy a la Casa de la Muerte. La Muerte es la hermana del sueño, ¿no es verdad?" 
Y besó al Príncipe Feliz en los labios. Y cayó muerta a sus pies. En ese momento un sonido extraño se oyó en el interior de la estatua, como si algo se hubiese quebrado. El hecho es que el corazón de plomo se había partido en dos. Estaba cayendo una terrible helada. 
A la mañana siguiente, el Alcalde paseaba abajo, en la plaza, acompañado por los regidores de la ciudad. Al pasar junto a la columna, miraron hacia la estatua: 
-"¡Válgame Dios!" -exclamó-. "¡Qué desaliñado se ve el Príncipe Feliz!" 
-"¡De veras, qué andrajoso!" -añadieron los regidores de la ciudad, que siempre estaban de acuerdo con el Alcalde; y se acercaron y subieron a examinarla. 
-"El rubí se ha caído del puño de su espada, los ojos han desaparecido, y ya no tiene nada de oro encima" -dijo el Alcalde-. "En verdad casi no se diferencia de un mendigo." 
-"No se diferencia de un mendigo" -repitieron los regidores de la ciudad. 
-"¡Y aquí se encuentra un pajarillo muerto a sus pies!" -continuó el Alcalde. 
-"Debemos promulgar un bando, prohibiendo que los pájaros mueran aquí." 
Y el Alguacil de la ciudad tomó nota de esta iniciativa. 
Así fue como bajaron la estatua del Príncipe Feliz. "Ya que habiendo dejado de ser hermoso, ya tampoco era útil"; dijo el Profesor de Arte de la Universidad. 
Entonces fundieron la estatua en un gran horno, y el Alcalde convocó a una reunión para decidir lo que debería hacerse con el metal. 
-"Tendremos que levantar otra estatua, por supuesto" -y añadió-. "Y, por ejemplo, podría ser una estatua mía." 
-"O la mía" -repitieron cada uno de los regidores. 
Y comenzaron a discutir. La última vez que supe algo de ellos, fue que todavía estaban discutiendo. 
-"¡Qué cosa más rara!" -dijo el maestro de fundidores-. "Este roto corazón de plomo, no se puede fundir en el horno. Lo tenemos que tirar." 
Y lo tiraron sobre un montón de cenizas donde también se encontraba la golondrina muerta. 
-"Tráeme las dos cosas más preciosas de toda la ciudad" -dijo Dios a uno de sus ángeles; y el ángel le trajo el corazón de plomo y el pajarillo muerto. 

-"Escogiste bien" -dijo Dios-. "Por que en mi Jardín del Paraíso este pajarillo cantará eternamente, y en mi ciudad de oro, el Príncipe Feliz me alabará."

Fuente imágenes: imágenes google

miércoles, 2 de octubre de 2013

EL GIGANTE EGOÍSTA

Esta semana pasada, leímos en clase el cuento del gigante egoísta de Oscar Wilde. A tod@s nos gustó mucho y aprendimos de su moraleja que lo mejor es compartir lo que tenemos y no ser avaricios@s.
Aquí os dejo el cuento y un vídeo de la historia. 

Fuente: youtube

EL GIGANTE EGOÍSTA

Cuando volvían del colegio, cada tarde, los niños tenían la costumbre de ir a jugar al jardín del gigante.
Era un jardín grande y solitario, con un suave y verde césped. Brillaban hermosas flores sobre el suelo, y había doce durazneros que en primavera se cubrían con  delicadas flores de un blanco rosado y que en otoño daban jugosos frutos.
Los pájaros, posados sobre las ramas, cantaban tan deliciosamente, que los niños solían interrumpir sus juegos para escucharlos.
—¡Qué felices somos aquí! —se decían unos a otros.
Un día volvió el gigante. Había ido a visitar a un ogro amigo suyo y se quedó siete años en su casa. Al cabo de los siete años dijo todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió volver a su castillo.
Al llegar, vio a los niños que jugaban en su jardín.
—¿Qué hacen ahí? —les gritó con voz desagradable.
Los niños huyeron.
—Mi jardín es para mí solo —prosiguió el gigante—. Todos deben entenderlo así, y no permitiré que nadie que no sea yo se divierta en él.
Entonces lo cercó con altas murallas y puso el siguiente cartelón:
SE PROHÍBE LA ENTRADA
BAJO LAS PENAS LEGALES
CORRESPONDIENTES
Era un gigante egoísta.
Los pobres niños no tenían ya un lugar de recreo. Intentaron jugar en las calles cercanas, pero estaban muy polvorientas y llenas de agudas piedras, así que no les agradaba.
Tomaron la costumbre de pasearse, una vez terminadas sus lecciones, alrededor del alto muro, para hablar del hermoso jardín que había al otro lado.
Entonces llegó la primavera y el país se llenó de pájaros y florecillas.
Sólo en el jardín del gigante egoísta continuaba siendo invierno.
Los pájaros, desde que no había niños, no tenían interés en cantar y los árboles no se acordaban de florecer
En cierta ocasión una linda flor levantó su cabeza sobre el césped, pero al ver el cartelón se entristeció tanto pensando en los niños, que se dejó caer a tierra volviéndose a dormir.
Los únicos que estaban contentos eran el hielo y la nieve.
La primavera se ha olvidado de este jardín —exclamaban—. Gracias a esto vamos a vivir en él todo el año.
La nieve extendió su gran manto blanco sobre el césped y el hielo vistió de plata todos los árboles.
Entonces invitaron al viento Norte a que viniese a pasar una temporada con ellos.
El viento Norte aceptó y vino. Estaba envuelto en pieles. Aullaba durante todo el día por el jardín, derribando chimeneas a cada momento.
—Éste es un sitio delicioso decía—. Invitemos también al granizo.
Y llegó también el granizo.
Todos los días, durante tres horas, tocaba el tambor sobre la techumbre del castillo, hasta que rompió muchas tejas. Entonces se puso a dar vueltas alrededor del jardín, lo más de prisa que pudo. Iba vestido de gris y su aliento era de hielo.
—No comprendo por qué la primavera tarda tanto en llegar —decía el gigante egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín blanco y frío—. ¡Ojalá cambie el tiempo!
Pero la primavera no llegaba, ni el verano tampoco.
El otoño trajo frutos de oro a todos los jardines, pero no dio ninguno al del gigante.
—Es demasiado egoísta —dijo.
Y seguía el invierno en casa del gigante, y el viento Norte, el granizo, el hielo y la nieve danzaban en medio de los árboles.
Una mañana, el gigante acostado en su lecho, pero ya despierto, oyó una música deliciosa. Sonó tan dulcemente en sus oídos, que le hizo imaginarse que los músicos del rey pasaban por allí.
En realidad, era un pardillo que cantaba ante su ventana, pero como no había oído a un pájaro en su jardín hacía mucho tiempo, le pareció la música más bella del mundo.
Entonces el granizo dejó de bailar sobre su cabeza, y el viento Norte, de rugir. Un perfume delicioso llegó hasta él por la ventana abierta.
—Creo que ha llegado al fin la primavera —dijo el gigante.
Y saltando de la cama se asomó a mirar por la ventana. ¿Y qué vio?
Pues vio un espectáculo extraordinario.
Por una brecha abierta en el muro, los niños se habían deslizado en el jardín, encaramándose a las ramas. Sobre todos los árboles que alcanzaba a ver el gigante, había un niño, y los árboles se sentían tan dichosos de sostener nuevamente a los niños, que se habían cubierto de flores y agitaban graciosamente sus brazos sobre las cabezas infantiles.
Los pájaros revoloteaban cantando con delicia y las flores reían irguiendo sus cabezas sobre el césped.
Era un cuadro precioso.
Sólo en un rincón, en el rincón más apartado del jardín, seguía siendo invierno.
Allí se encontraba un niño muy pequeño. Tan pequeño era, que no había podido llegar a las ramas del árbol y se paseaba a su alrededor llorando amargamente.
El pobre árbol estaba aún cubierto de hielo y de nieve, y el viento Norte soplaba y rugía por encima de él.
—Sube ya, muchacho —decía el árbol.
Y le alargaba sus ramas, inclinándose todo lo que podía, pero el niño era demasiado pequeño.
El corazón del gigante se enterneció.
“¡Qué egoísta he sido! —pensó—. Ya sé por qué la primavera no ha querido llegar hasta aquí. Voy a colocar a ese pobre pequeñuelo sobre la cima del árbol, luego echaré abajo el muro, y mi jardín será desde ahora el sitio de recreo de los niños.”
Estaba verdaderamente arrepentido de lo que había hecho.
Entonces bajó las escaleras, abrió de nuevo la puerta y entró en el jardín.
Pero cuando los niños le vieron, se aterrorizaron tanto que huyeron y el jardín se cubrió otra vez de nieve y de hielo.
Únicamente el niño pequeñito no había huido, porque sus ojos estaban tan llenos de lágrimas que no le vio venir.
El gigante se acercó a él, lo cogió cariñosamente y lo depositó sobre el árbol.
Y de inmediato el árbol floreció, los pájaros vinieron a posarse y a cantar sobre él y el niño extendió sus brazos, rodeó con ellos el cuello del gigante y le besó.
Los otros niños, viendo que el gigante ya no era malo, se acercaron y la primavera los acompañó.
Desde ahora este jardín es vuestro, pequeños —dijo el gigante.
Y cogiendo un martillo muy grande, echó abajo el muro.
Así, cuando los campesinos fueron a mediodía al mercado, vieron al gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que pueda imaginarse.
Estuvieron jugando durante todo el día, y por la noche fueron a despedirse del gigante.
Pero, ¿dónde está el vuestro amigo? —les preguntó—. ¿Aquel muchacho al que subí al árbol?
A él era a quien quería más el gigante, porque le había abrazado y besado.
—No sabemos —respondieron los niños—; se ha ido.
—Decidle que venga mañana sin falta —repuso el gigante.
Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que hasta entonces no le habían visto nunca.
El gigante se quedó muy triste. Todas las tardes, a la salida del colegio, venían los niños a jugar con el gigante, pero éste ya no volvió a ver al pequeñuelo a quien quería tanto. Era muy bondadoso con todos los niños, pero echaba de menos a su primer amiguito y hablaba de él con frecuencia.
—¡Cómo me gustaría verle! —solía decir.
Pasaron los años y el gigante envejeció y fue debilitándose. Ya no podía tomar parte en los juegos; permanecía sentado en un gran sillón viendo jugar a los niños y admirando su jardín.
—Tengo muchas flores bellas —decía—, pero los niños son las flores más bellas de todas. Una mañana de invierno, mientras se vestía, miró por la ventana.
Ya no detestaba el invierno; sabía que no es sino el sueño de la primavera y el reposo de las flores.
De pronto se frotó los ojos atónito, y miró con atención.
Realmente era una visión maravillosa. En un extremo del jardín había un árbol casi cubierto de flores blancas. Sus ramas eran todas de oro y colgaban de ella frutos de plata: bajo el árbol aquel estaba el pequeñuelo a quien tanto quería.
El gigante se precipitó por las escaleras, pleno de alegría, y entró en el jardín. Corrió por el césped y se acercó al niño. Y cuando estuvo junto a él, su cara enrojeció de cólera y exclamó:
—¿Quién se ha atrevido a herirte?
En las palmas de la mano del niño y en sus piececitos se veían las señales sangrientas de unos clavos.
—¿Quién se ha atrevido a herirte? —gritó el gigante—. Dímelo. Iré a coger mi espada y lo mataré.
—No —respondió el niño—, éstas son las heridas del Amor.
—¿Y quién es ése? —dijo el gigante.
Un temor respetuoso le invadió, haciéndole caer de rodillas ante el pequeñuelo.
El niño sonrió al gigante y le dijo:
—Me dejaste jugar una vez en tu jardín. Hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso.

Y cuando llegaron los niños aquella tarde encontraron al gigante tendido, muerto, bajo el árbol, todo cubierto de flores blancas.

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